“Lo de siempre, caserita”

Por Angela Valdivia
Fotografía: Scott Abelman, -Flickr-creative commons

Una visita al Mercado N°2 de Surco, en el suroeste de Lima, alcanza para registrar historias de vida de generaciones de familias que trabajan en esos espacios de venta de alimentos frescos que, a fuerza de ofrecer mercadería más económica y buen trato, aún resisten el embate de las grandes cadenas de supermercados.

—Paltas, paltas, paltas a un sol, casera.

—¿Están para comerlas hoy?

—Tóquelas, caserita, están justo para el almuerzo.

—Entonces deme dos, por favor.

No es necesario ingresar al Mercado N°2 de Surco, en el suroeste de Lima metropolitana, para empezar con las compras de la semana. La vereda está llena de vendedores ambulantes que ofrecen desde pijamas hasta cremoladas de distintos sabores, como fresa, lúcuma, chicha morada y pisco sour, la bebida bandera del Perú. Al lado de la puerta hay una señora que ofrece desde inciensos hasta cables y controles para el televisor. Y en la misma entrada hay un letrero que recuerda la exigencia de presentar el carnet de vacunación para entrar. A su lado está un hombre que debería pedir el documento, pero no lo hace, solo rocía con un poco de alcohol la mano.

El mercado N°2 es el más grande de los 34 que hay en Surco y uno de los 2.612 que existen en todo el país. En sus 8 mil metros cuadrados que conectan la avenida Jorge Chávez con el jirón Franklin D. Roosvelt hay 640 puestos de venta. Pese al aumento de supermercados en el país en años recientes, los mercados de abastos siguen siendo los preferidos de los hogares.

Daniela compró un par de paltas para la ensalada. Es domingo, el día que más gente va al mercado, pero también el único en el que dispone de tiempo para comprar la mayoría de cosas que necesita, pues en los demás teje prendas de vestir para venderlas. Cerca de su casa hay tres supermercados: Vivanda, Plaza Vea y Metro. Los tres sofisticados y ordenados, con los productos divididos por zonas y en estantes.

—Lo malo es que ahí todo es más caro. La carne, las verduras y las frutas cuestan más —dice Daniela. 

El kilo de mangos, por ejemplo, cuesta tres soles (0.80 dólares) más que en el mercado. Además, tampoco puede probar si el queso de su natal Cusco está lo suficientemente salado como les gusta a ella y a su esposo. A veces ni siquiera encuentra otros tipos de quesos más allá de los que vienen empaquetados y en fetas y no tiene a su disposición decenas de vendedores para elegir las chirimoyas más dulces, los mangos menos ácidos o las sandías jugosas. 

Pero eso no es todo. Para ella ir al Mercado N° 2 de Surco es también una distracción.

—Me gusta ver los zapatos, las joyas y la comida. Allá hay carnes para escoger.

Y sí, tiene razón. En el supermercado estos productos están exhibidos y prolijamente ordenados en refrigeradores, pero no hay tanta variedad. En el mercado de Surco hay al menos un par de decenas de puestos que ofrecen pescados de todo tipo, camarones, pulpo, langostas, carne de res, de chancho, cuy y pollo, la carne más consumida por los peruanos, según el Ministerio de Agricultura y Riego. 

En cada puesto de pollo se puede ver al animal muerto, pelado, con un corte en el cuello, por donde drenaron la sangre antes de matarlo, y colgando de las patas. Uno al lado del otro delante del cubículo donde los cortan en pedazos, de acuerdo a lo que pidan los clientes. Se asemeja a una cortina a través de la cual, por los espacios entre cada pollo, uno puede ver al vendedor que atiende. 

Para que estén ahí exhibidos desde las siete de la mañana, hay gente que inició su jornada a las tres de la madrugada, como Henry, quien conoce el negocio desde hace 39 años. Comenzó ayudando a sus papás cuando tenía diez. Su madre tenía un puesto en el mismo mercado, ahí pelaba pollos —porque en ese entonces aún se permitía hacerlo en el local— y luego los llevaba donde su padre, quien los vendía a unas cuadras del lugar. 

—Con mi hermano, me acuerdo, teníamos que llevar cinco pollitos cada uno. Era una bolsa porque no podíamos cargar más, por el peso, y teníamos que regresar, dar vueltas. Ese era mi trabajo.

Con el tiempo vendió en el mismo puesto, que aún mantiene la familia a través de su hermano menor. Pero ahora, junto a un grupo de amigos, se dedica a la distribución al por mayor y reparte entre 500 y 600 pollos cada día en cuatro mercados, todos en el distrito de Surco, que él denomina como su ‘‘zona’’.  

El proceso de pelarlos debe ser preciso. Para evitar el sufrimiento del animal hay que colocarlo en un ‘‘cono de sacrificio’’ boca abajo. Esto mantendrá al ave quieta y con menor estrés. Con un cuchillo filoso, le cortan la garganta y cae la sangre. Después lo despluman. Para esto dejan hervir agua en una olla y una vez que esté lo suficientemente caliente sumergen al ave, mientras lo sujetan por las patas, y lo dejan dentro por alrededor de 15 segundos. Finalmente, le arrancan las plumas, puñado tras puñado. Henry tiene al menos 15 años en el rubro de la distribución de los pollos. Entre los puestos a los que lleva las aves están los de sus hermanos, pues cinco de ocho continúan con el negocio, aunque cada uno de forma independiente, y también al de la mamá de sus dos hijos, Karim. 

—Por el puesto de mi mamá hemos pasado todos, hasta yo he vendido allí algo de tres años, cuando a mi mamá le dio cáncer. Entonces fui el primero que ocupó su puesto, porque ella ya no podía trabajar, apoyando a mi papá. Ya después que yo salgo entra mi hermana —comenta. 

Antes de que el hermano menor tome la posta de su madre, fue su hermana quien se hizo cargo del puesto. Gracias a ella, Henry conoció a su esposa, quien atendía en el negocio de su padre: una librería escolar.

Cuando Henry iba al puesto de su mamá, cuenta, se encontraba con su hermana conversando con Karim -de quien se había hecho amigo- y ahí comenzó a tratarla. Pero no fue hasta un día en el que hubo una reunión familiar y la hermana llevó a Karim que la conversación inició realmente. Eventualmente, de vender lapiceros, lápices, borradores, plumones, colores y cuadernos, el negocio dio un giro y cambió por los pollos.

Henry resalta un aspecto positivo de vender pollos: es de primera necesidad, por lo que ‘‘siempre ha habido negocio’’. En tiempos de crisis, incluso, su venta ha sido mayor. Por ejemplo, recuerda el primer gobierno de Alan García, caracterizado por una insólita hiperinflación y largas colas de gente para comprar leche, azúcar y pan, que subían de precio cada día. 

—Cuando todas las cosas escasearon hasta el pollo escondían; subió el pollo y se escondía para revenderlo más caro. Nosotros, los comerciantes, la crisis no la hemos sentido mucho porque siempre trabajábamos —dice.

Lo mismo pasó cuando el Covid-19 llegó al Perú. El Gobierno optó por una cuarentena que se extendió por meses y mantuvo la mayoría de los negocios cerrados, con algunas excepciones, entre ellas los mercados. Miles de peruanos perdieron sus trabajos, pero los comerciantes de productos de primera necesidad, no.

—Y yo le doy gracias a Dios que he podido trabajar —dice.  

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Con más de 3,5 millones de casos sintomáticos y 213 mil decesos, Perú es uno de los países con las tasas más altas de mortalidad por Covid-19. El virus llegó y golpeó duramente a una población y economía que de por sí ya tenía un 70% de informalidad laboral. Debido al aislamiento obligatorio, en las calles no se veían personas o carros y los vendedores ambulantes, esos que sobreviven con sus ganancias del día, tuvieron que salir a lugares concurridos, como los mercados. Este fue uno de los motivos por los que se les identificó como principales fuentes de contagio, lo que generó que se reforzaran medidas de seguridad para evitar la transmisión del virus. En el mercado de Surco, muchos puestos aún mantienen algunas de ellas: cuentan con un dispensador de alcohol cerca o también tienen un plástico que los cubre, detrás del cual está el vendedor.

Mientras Daniela se acerca a un puesto de frutas para preguntar el precio de la lúcuma, pasa por una mesa blanca de plástico. Al lado hay tres personas: llevan dos mascarillas, una es esa que debe capturar el 95 por ciento de partículas pequeñas y la otra, que va encima, es la simple; también visten un mandilón y gorro quirúrgico descartables. Todas pertenecen a una brigada de inmunización. Por su vestimenta, pareciera que están listas para entrar a una cirugía. Aunque no sea así, el objetivo es el mismo: salvar una vida. 

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El mundo de Henry está vinculado al pollo desde que se despierta. Pero al menos tres veces por semana toma un descanso en la hora de almuerzo y elige otro tipo de carne, como el pescado, y opta por el ceviche, uno de los platos peruanos más reconocidos a nivel internacional. 

La gastronomía de Perú es conocida por su fusión y diversidad. Cada zona tiene sus propias comidas con ingredientes oriundos del lugar. Todo ello ha derivado en que el país reciba múltiples premios. Uno de los más recientes ha sido el de World Travel Awards, un reconocimiento internacional para los mejores referentes del turismo por regiones, que distinguió a Perú como el mejor destino culinario de Sudamérica del 2021.

Henry dice que le gusta elegir el pescado para el ceviche. Una de las características de este plato es que el limón, ingrediente básico, ayuda a ‘‘cocinar’’ la carne, aunque el resultado final incluye cebollas moradas, ají limo, maíz de choclo, canchita serrana, camote y, según preferencias, rocoto. En el 2004, el ceviche llegó a ser declarado como Patrimonio Cultural de la Nación por el Instituto Nacional de Cultura y el 2008 se declaró el 28 de junio de cada año como el Día del Ceviche. 

—Cuando se trata de la comida peruana, el país entero se une —comenta Daniela.

Le gusta el ceviche, un plato de la costa, pero cuando va al mercado de Surco compra comida de la selva. Hay un puesto que en su pequeñez ofrece un mundo de sabores de esta zona peruana, el cual siempre está lleno de gente. Durante 38 años ofrece desde la misma esquina chaufa de la selva, juane, así como tacacho con cecina. Daniela siempre elige este último: es el preferido de su familia. 

La palabra tacacho tiene origen quechua, ‘‘taka chu’’, que viene a ser ‘‘lo golpeado’’. Precisamente, el nombre surge de uno de los pasos en la preparación de esta comida: aplastar el plátano bellaco, ingrediente básico, y convertirlo en una bola. La cecina, en cambio, se extrae del lomo del cerdo. Su importancia también radica en su popularidad durante la Fiesta de San Juan, cada 24 de junio, que rinde homenaje a San Juan Bautista, santo patrono de regiones selváticas como San Martín, Loreto y Ucayali. Hace más de 10 años, Daniela descubrió el puesto que llegó a participar en Mistura, feria gastronómica internacional de Lima, y desde entonces no deja de comprar ahí.

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‘‘Los mercados son ámbitos de sociabilidad donde la larga relación de venta y compra entre clientes y comerciantes, a veces, transmitida de generación en generación (…), conforma unas fuertes relaciones de reciprocidad’’, explica Juan Ignacio Robles, profesor en el Departamento de Antropología Social de la Universidad Autónoma de Madrid en su investigación “Comercio urbano en espacios metropolitanos”.

Henry, por ejemplo, menciona a clientes que conoce desde hace más de 20 años y que empezaron yendo a comprarle a su mamá y han continuado con su hermano. ‘‘Hay algunos que se quedan con uno hasta el final”. Recuerda a un señor mayor que siempre iba con su esposa. De repente, la mujer se ausentó por cerca de un mes y cuando regresó vestía de negro: ‘‘Se había muerto mi caserito’’. 

—¿Qué va a llevar, casera? —pregunta la vendedora de verduras a Daniela. Lo más probable es que no recuerde su nombre, pero sí su rostro. Le habla con familiaridad.  

El término peruano ‘‘casero’’ es usado en ambos lados: vendedor y comprador, y crea un lazo de confianza entre los dos. 

—Lo de siempre, aunque ahora agrégame zanahoria picada —responde.

La mujer agarra bolsas pequeñas de habas y arvejas, que coloca en una bolsa más grande. Y también pone una lechuga, un tomate, ocho limones, cuatro cebollas y ajo.

Al terminar, toma el lapicero que tenía detrás de su oreja y escribe distintas cifras en un cartón que parece ser un pedazo de una caja. Suma todo y le cobra. 

—Te estoy dando exacto. Gracias, caserita —dice Daniela. 

Pasaron dos horas desde que Daniela llegó al mercado a hacer sus compras. Al salir, hay más gente y carros estacionados, incluso ocupan una parte de la pista y dos carriles se terminan por convertir en uno. Es otoño, pero el sol aún sale y calienta, así que Daniela compra una cremolada y se va a su casa.